Donde antes había un basural, hoy hay un club. Y no es una metáfora. En Los Vázquez, barrio popular nacido del vaciadero en la zona este de San Miguel de Tucumán, un grupo de jóvenes y profesionales convirtió el abandono en proyecto, la exclusión en organización. Hoy, junto a comunidades de La Costanera, Las Piedritas, Autopista Sur y Los Aguirres, se articula una red territorial que enfrenta el consumo problemático desde la salud mental comunitaria y la autogestión.
“Estamos recuperando la vida social del barrio. Donde antes mandaba el tranza, ahora hay pelota, teatro y cultura”, dice Emilio Mustafá, psicólogo y director de Asistencia y Prevención de Adicciones del Ministerio de Desarrollo Social de la provincia, referente del dispositivo que ya lleva más de once años trabajando en la zona.
El Club Social, Cultural y Deportivo de Los Vázquez, con personería jurídica y 78 socios, surgió del trabajo conjunto entre vecinos, equipos técnicos y jóvenes en proceso de recuperación de adicciones. Hoy es el primer club del país nacido de un dispositivo en salud mental. Se construye con aportes de la comunidad, apoyo de instituciones privadas y del Ente de Infraestructura, y se sostiene en la convicción de que sin proyecto colectivo no hay salud posible.
“Preferimos que los chicos estén en esta órbita y no en el patio del tranza”, afirma Mustafá en diálogo con Radio Universidad, y cuenta que muchos de los miembros de la comisión directiva del club atravesaron consumos complejos (en particular, pasta base) y que hoy lideran espacios de participación y contención en sus propios barrios.
“Cuando le brindamos posibilidades a los chicos, sobran las potencialidades. Hay mucha esperanza en las villas, aunque a veces solo se mire el dolor o la violencia. Esto es también un mensaje para quienes estigmatizan la pobreza”, remarca.
Un mapa social en disputa
La franja territorial donde interviene el equipo —La Costanera, Las Piedritas, Autopista Sur, Los Vázquez y Los Aguirres— se encuentra en una situación crítica: desde la pandemia, la edad de inicio en el consumo bajó de los 14-15 años a los 10-11. A esto se suma el avance del narcomenudeo, que “rompe los vínculos comunitarios y disputa las canchitas, las placitas, los espacios donde antes había vida barrial”, según explica Mustafá.
“Estamos luchando contra un pulpo. El narcotráfico no solo es policial o financiero. También es simbólico y territorial. Por eso levantar un club es una forma de resistencia”, dice. En este contexto, el club barrial se convierte en algo más que un lugar de esparcimiento: es una estrategia de salud pública, una herramienta de prevención, una red de contención y una posibilidad real de transformación.
La escuelita de fútbol —que asiste a niños desde los 8 años— es el punto de partida para acceder a derechos básicos. La construcción del SUM, los baños con inodoros y una futura placita son pequeños hitos que para muchos vecinos representan un salto enorme: “En el barrio la mayoría tiene letrina. Poner inodoros es, literalmente, dignidad”, cuentan.
Salud mental comunitaria: política pública y compromiso colectivo
“Lo más difícil no es internarse, es volver al barrio”, afirma Mustafá. Y lo dice con conocimiento profundo del territorio. “La recuperación de una persona con consumo problemático no puede desligarse de su contexto: si no hay vivienda, trabajo, vínculo social, no hay salud”, señala. Por eso insisten en un modelo comunitario, donde el sujeto no es visto como enfermo ni como delincuente, sino como un protagonista que necesita redes de apoyo.
También apunta a la deuda histórica en la aplicación de la Ley de Salud Mental: “Desde 2010 se aplica a medias. No hay presupuesto, faltan camas, y aún no se constituyó el órgano de revisión en Tucumán”.
A pesar de la falta de apoyo estatal —o quizás por ella—, el club avanza gracias a la autogestión. Vecinos y vecinas del barrio aportan $300 mensuales como socios. Esa recaudación mínima alcanza para pagar la luz y el agua. También se impulsan microemprendimientos —como costura o carpintería— y hay planes de firmar convenios con el Ente Cultural para llevar teatro y cine al club. “Muchos chicos nunca fueron al teatro. Queremos que el arte llegue a su barrio, a su casa”, cuentan. “No hay proyecto individual sin proyecto colectivo”, resume Mustafá, dejando en claro el corazón político del trabajo.
Hoy solo resta un 20% de obra para finalizar el SUM. Y aunque falten recursos, sobran convicción y comunidad. En tiempos de crisis, cuando los discursos de odio y exclusión crecen, experiencias como esta alumbran otro camino: el del encuentro, la ternura organizada y la dignidad construida desde abajo.
Foto de portada: La Gaceta